Buscadores de espumas, nos dirigimos a la costa a buscar la zona rompiente en donde nacen, se desparraman y extienden sus formas tornasoleadas. Bajamos desde un Temuco lluvioso, respirando su éxito económico, su avenida Alemania de ciudad europea y su centro marginal, mercado incendiado, de un mapuchismo posmoderno difícil de escribir. Los más originario fueron 5 ajíes verdes comprados en la puerta de una universidad privada.
Buscamos Nueva Imperial pero sólo pasamos velozmente. En Carahue nos detenemos en un museo de trenes. Desde los cerros arcillosos, erosionados de tanto pino, el ronroneo de las motoniveladoras removiendo la tierra y la vegetación nos susurra. Bordeando el río imperial en el gris húmedo del invierno, los sacos de papas a la orilla del camino revelan al otoño que comienza. Puerto Saavedra como tantas ciudades costeras todavía vive a la sombra de los tsunamis. Su costanera es una obra en construcción que hace difícil recorrerla a paso portuario o pescador o lafquenche. Buscamos unas cocinerías repletas en medio de la lluvia: salmones, pejerreyes, merluzas, papas, cilantros.
Por la orilla de la costa irregular buscamos la zona de rompiente. Por ahí está la mar oceáno haciendo sonar los guijarros con sonido de furia, como si la fuerza de los planetas se volviera viento terrestre para golpear la arena negra, las piedras redondeadas de tanta fuerza, en un interminable tren de olas, desordenadas, despeinadas, entrecruzadas. El poeta uruguayo podría haber estado con nosotros para sentir estos golpes y volver a escribir:
tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.)
Tomamos un camino rural marcado como S-402. Los letreros dicen Isla Budi, pero nosotros queremos llegar a Mehuín. Entre colinas nos movemos al igual que el mar, nos devuelve espuma la tierra en pájaros, en cisnes de cuello negro, en copihues rojos. También nos devuelve espuma en un almacén de la vera, que tiene mágicas pilguas de voqui, entretejidos milagros anudados como en forma de cartera.
Escuelas rurales, rucas, paraderos de buses nunca vistos, bifurcaciones de caminos sin señas. Sin saber cómo llegamos a un camino asfaltado que nos lleva a Nueva Toltén, con el río epónimo a la derecha. Más allá Río Boldo o Queule hasta la caleta del mismo nombre. Subiendo una cuesta, dejamos Queule a la espalda y arribamos a Mehuin. Arena y espuma, viento, lluvia, sonido estremecedor del mar. El temporal nos deja dormir en medio de nuestros propios naufragios.
El sol del nuevo día nos vuelve a las gaviotas y pelícanos, al olor a cochayuyo y a la filancia del mar, a las piedras, al brillo luminoso sobre las espumas caóticas. Revueltos en el alma, salimos por el camino T-250 para encontrar el asfalto del T-20 y entrar por allí a San José de la Mariquina, en un domingo animado de comercio y campesinos. Casas de madera ennoblecidas por su sobrevida. Algunas incendiadas. Nos regalan agua caliente en la panadería donde compramos pan y dulces.
Tomamos el camino de regreso, lluvioso, gris, azul, verde.